Según Edward Albee, el título de su obra de 1962 es una referencia directa a la canción que dos de los tres cerditos cantan desafiantes para expresar su despreocupación por la llegada del lobo feroz: “¿quién teme al lobo feroz?” es un lema aparentemente inocente, el de quienes se creen a salvo de una amenaza mortal aun cuando la protección erigida contra esta amenaza (casas de paja o palitos) es poco fiable. Y así nosotros, con medios precarios, cancioncillas simples y ruido, intentamos olvidar lo que nos produce dolor, incomodidad o miedo: hablamos por no pensar, nos indignamos para no hacer, nos reímos para encontrar distancia. En la obra, continúa Albee, se añade una capa de abstracción: quién teme a Virginia Woolf significa quién teme al lobo feroz, que significa, quién tiene miedo a vivir sin hacerse demasiadas ilusiones, sin inventarse mentiras, sin fantasías que nos justifiquen. Vista así, la obra aquiere su plena relevancia hoy en día: no es sobre su anécdota, sino sobre todos nosotros y nuestra incapacidad de enfrentarnos a verdades espinosas. La obra es, explícitamente, un exorcismo de la fantasía como modelo de vida. Y nos deja preguntándonos si es posible vivir sin ella.
El texto de Albee suele considerarse un poco a la ligera como una excusa para un show actoral. Recientemente un gran director teatral catalán me comentaba que no le gustaba la obra porque no veía razón alguna en dos personas que se gritan toda la noche. Esto es efecto de una historia de producciones. Ciertamente, es tentador limitar la obra a sus aspectos más espectaculares: George y Martha se atacan con ferocidad, y la catarsis final dejará satisfechos a muchos espectadores como si, en cierto modo, tanta bilis recibiera su justo merecido. O algo así. Pero ¿Quién teme a Virginia Woolf? es también una obra bien construida en el que se empieza con un juego y se termina cuando éste se revela imposible y hay que enfrentarse a la realidad. Una realidad que, sí, es temible. La estructra presenta a una pareja que en su casa de paja parece cantar que no teme al lobo feroz para darse cuenta, cuando la casa se derrumba, que el lobo feroz es temible. El final de la obra consiste precisamente en reconocer que a pesar de todo lo anterior, Martha teme la brutal realidad, la vida sin ilusiones ni coartadas, es casi imposible y el alcohol no puede, por sí mismo, sustentarla.
Dada la relación entre espectáculo y tema en la obra, resulta mucho más difícil de poner en escena de lo que parece. Si se deja sueltos a los actores, su tendencia natural será desmelenarse. Hace falta un buen director, en este caso James MacDonald, que se asegure de que más allá del ruido y la furia, el arco de la obra queda bien ilustrado: que George y Martha han naturalizado la discusión marital, que ofrecen la histeria como espectáculo, que a partir de una indiscreción de Martha, que no ha sabido distinguir el juego y la verdad, lo que sustenta la comedia deja de ser posible, y que George se ve obligado a poner fin a la cancioncilla y obligar a Martha a reconocer que sí, que ella tiene miedo. Como todos.
Hace más de veinte años publiqué mi edición de esta obra en Cátedra. Sigue siendo uno de mis trabajos más personales. Mi relación con el texto se remonta a 1980, cuando vi por televisión la versión cinematográfica con Richard Burton y Elizabeth Taylor. Aquello me impactó por motivos muy distintos a los que me hacen apreciar la obra hoy. El espectáculo de los gritos, sí, unas interpretacones memorables, también, pero sobre todo porque de alguna manera veía en este despliegue de reproches y frustraciones algo que me era familiar en casa como adolescente bastante inadaptado. Sólo con los años supe ir desentrañando mi reacción personal de los valores de la obra hasta finalmente ver que estaban relacionadas, que aquel chaval de quince años había visto en realidad el sentido profundo del texto. He tenido la obra siempre cerca desde entonces, a veces la he considerado como puro camp, otras como arte, he hablado de la interpretación de Taylor en mis clases, he disfrutado de la voz de Burton en un audio que me acompaña en mi teléfono o en la tableta. Hoy no me atrevo a valorarla: es una presencia demasiado contundente en mi vida como para lograr la distancia crítica. El riesgo de enfrentarme a una nueva interpretación es siempre que lo que veo desmerezca de todo lo que la obra ha ido acumulando en sentido. La producción del teatro Harold Pinter me tuvo, una vez más, fascinado, atrapado, me hizo saborear cada frase. Conleth Hill no es Richard Burton, y en los primeros minutos dudaba que fuera a conseguir imponerse a Martha. Pero lo hace de manera prodigiosa. Es una interpretación inteligente junto a la cual Burton parece pedante y David Suchet excesivamente calculador. El George de Hill da la impresión de ser un hombre desesperado que lucha por su vida, algo que añade peligro y sorpresa a esta versión. Imelda Staunton es lo que uno espera de una gran Martha: venenosa y vulgar, pero con una gran capacidad de mostrar vulnerabilidad y patetismo cuando las máscaras caen. No creo que olvide nunca el modo en que reconoce su derrota, reconoce que ella sí teme al lobo feroz. Es ella y soy yo. De alguna manera en los últimos diez minutos consigue transmitir nítidamente el sentido del texto. La interacción de ambos es uno de los ballets más sublimes que recuerdo en un escenario. Imogen Poots y Luke Treadway como Honey y Nick son papeles difíciles. La neurosis de Honey es su protección y Poots logra hacer reír sin chirriar excesivamente. Para mí Treadway tiene el tipo de encanto equivocado: hace nada que estaba haciendo de adolescente, y es algo que no ha sabido sacarse de encima. Es un papel poco agradecido porque pasa demasiado tiempo simplemente escuchando y es cierto que a veces parece no estar ahí del todo. Dicho lo cual está en la naturaleza del personaje no acabar de pillar las cosas.
Sobre todo, esta Who’s Afraid of Virginia Woolf? no decepciona ni a quienes llegan a la obra por primera vez ni a quienes conocen la película. Línea a línea, todo es diferente, todo suena diferente, todo se ve diferente, pero la obra está ahí, clara, inteligente, relevante.