Incluso antes de que se apaguen las luces y Aaron Burr surja de las sombras, Hamilton es una experiencia. No se han escatimado esfuerzos para sugerir magnitud, importancia, excepcionalidad. La necesidad de identificación, la cola que da la vuelta al teatro cuarenta y cinco minutos antes del comienzo, incluso el método para imprimir las entradas con unas máquinas que yo no había visto antes. Para mí toda la parafernalia, unida a los superlativos en las críticas y comentarios, hace que sea difícil separar el espectáculo de su leyenda, el contenido del márketing. Y luego está el público. En mi sesión era, un poco en contradicción con el mensaje de inclusividad, muy blanco, buen porcentaje de estadounidenses. Dado el énfasis que la campaña ha puesto en la palabra “revolución” no deja de ser un poco chocante. O irritante. Muchas familias de clase media. Y, de manera más lógica, dado el poco interés que la obra pone en nosotros, pocos gays. Sin embargo había cantidad considerable, abrumadora, de chicas adolescentes. Son el futuro del género. Todo esto es importante porque a mi juicio sugiere coordenadas en las que leer la obra y el revuelo generado y explica un poco la distancia que me hace sentir. Es como si me asignase una posición totalmente externa a sus mecanismos emocionales y de identificación. Hamilton es un texto multidimensional, rebosante de ideas, de palabras, de momentos. Pero también es un fenómeno del que cierto público quiere, ante todo, formar parte y que conoce bien a este público. Ambas vertientes no tienen por qué funcionar en sincronía. La primera se centra en el espectáculo, la segunda en el ego del espectador. Es la diferencia entre “yo vi HAMILTON” y “YO vi hamilton”. Este comentario intenta centrarse en lo primero. No puedo prometer que lo consiga.
Nada en el universo conocido puede satisfacer tantas expectativas. Hamilton, se veía en los rostros del público, en el orgullo de los padres que traían a su hija, en el señor que presumía ante desconocidos de haberlo visto “tres veces”, promete, casi garantiza a través de cualquier voz autorizada de críticos, académicos, políticos y otros comentarista, una experiencia tan seísmica que es fácil decepcionarse o adoptar una actitud cínica si uno no pertenece al público que interpela. Quienes hayan seguido mis posts anteriores sabrán que esto último ha sido un riesgo en mi relación con la obra durante dos años. Y sin embargo el espectáculo es arrebatador, sólido, brillante, y confirma que ocasionalmente una campaña irritante puede contener un producto que realmente vale la pena. Si bien Hamilton no puede ser todo lo que se nos ha dicho que es, y si bien habrá que esperar a que pasen unos años antes de fijar su lugar en la Historia (que algunos le otorgaron incluso antes de su estreno), lo que es indudable es que es muy, muy, muy bueno y que aunque queramos evitar hablar de genio (siempre), derrocha talento. Y esto es más que suficiente para mí.
Está, para empezar, el material de partida. Se ha comentado lo excepcional de la decisión de Lin-Manuel Miranda de hacer un musical sobre la vida de Alexander Hamilton (a partir de la biografía de Ron Chernow) contada según el motivo de “ascenso y caída” (Ícaro se menciona explícitamente en el texto), uno de los padres de los Estados Unidos como nación. En realidad este origen no es tan excepcional y Miranda, una de las personas más ecuánimes y modestas que uno pueda imaginar, ha insistido en sus fuentes: Jesus Christ Superstar, Sweeney Todd, Pacific Overtures. Para cualquier aficionado los referentes, bien asimilados, saltan a la vista. Como en la primera hay una rivalidad entre dos hombres como mecanismo propulsor de la drama, de la segunda toma el papel del coro y la mitificación, de la tercera algunas técnicas y una manera de dramatizar la historia. Veo menos lo de Gypsy, pero es otra referencia aducida por el autor y quizá haya que explorarla. Por otra parte, lo que no se quería hacer es 1776 o Dearest Enemy, otros dos shows sobre la Revolución americana, con personajes similares, que van en direcciones contrarias a Hamilton. Contar la vida de una persona pública de manera poliédrica es algo que el teatro musical no hacía muy a menudo hasta los años setenta, pero sí desde entonces. La aproximación poliédrica, con líneas temporales poco rígidas, se utiliza con cada vez mayor confianza a partir de Company. Es el trabajo de Sondheim el que anima esta innovación y es una de las muchas lecciones que Miranda ha aprendido. Aunque musicalmente Miranda parece haber nacido en los ochenta y no tiene gran sensibilidad por el sonido del musical anterior a esa década, teatralmente es un discípulo avezado de Sondheim, que desarrolla sus experimentos y su versatilidad.
Lo mismo puede decirse de la aproximación al espacio escénico de David Korinsl: una caja abierta, polivalente, de piedra y madera, con elementos concretos y no tanto, que evoca almacenes portuarios (territorios fronterizos, de entrada en un país) pero también el mundo urbano del hip hop, los lugares reales en que artistas negros se reunen para desarrollar sus ideas creativas. Elementos concretos (un escritorio, una caja, farolas, velas) aparecen y desaparecen traídos por el coro. Los “swings” están en perpetuo movimiento (movidos por la coreografía un tanto mecánica de Andy Blankenbuheler) y funcionan, a veces de manera prominente, a veces casi invisibles, representando a varios personajes secundarios, matizando, decorando, entrecomillando, dando energía a la historia de los personajes principales. De nuevo se trata de una lección bien aprendida que en realidad se remonta a las propuestas de Agnes De Mille en los años cuarenta del siglo pasado, continuadas por Jerome Robbins, sobre cómo funciona y qué significa el coro en el teatro musical. Dicho esto, me parece innegable que Hamilton tiene uno de los usos más complejos del coro que se haya visto en el teatro musical. El coro dialoga, interviene, matiza, ironiza, el coro es objeto, masa, es nosotros, es ellos. Hamilton en este sentido es muy fiel a tradiciones que llevan cociéndose varias décadas en el género.
Si alguna crítica puede hacerse, desde la perspectiva de este fan entrado en años, es que hay demasiadas cosas. El desarrollo de Hamilton tuvo lugar a lo largo de siete años y sabemos lo pensada que está la obra: casi cada palabra, cada gesto, cada decisión, cada nota, está ahí intencionadamente. La dirección escénica (de Thomas Kail) intenta hacer algo con cada detalle de las letras de Miranda. Y uno no puede evitar pensar que esto es lo que hace que el espectáculo se vea como una serie de decisiones creativas más que como una historia centrada en algo o que quiera comunicar ideas. Si uno conoce los por qués de cada elemento, no hay un instante en que afloje la tensión: siempre está pasando algo y lo que pasa suele ser relevante. Esto da al espectáculo una gran riqueza que justifica numerosos visionados, aunque también puede resultar frustrante (siempre piensas que te estás perdiendo algo). Y en este momento no sé si el exceso conduce a que el todo sea mucho más que la suma de las partes. A veces da la impresión de que ante el dilema de elegir entre dos ideas, los creadores han optado por incluir tres. Miranda y sus cómplices han intentado ser fieles tanto a la realidad histórica como a las convenciones del medio. Que el invento funcione como funciona es probablemente lo mejor que puede decirse sobre la experiencia y lo que justifica los arrebatos críticos.
En este sentido el show es no sólo denso sino también disperso. Un libro de historia, como el que constituye la fuente de Hamilton, incluye numerosas líneas de desarrollo, y Miranda ha elegido más de las que habría tolerado un show tradicional, y las ha elegido a partir de afinidades personales (en mi comentario de ayer decía que Miranda es un autor de teatro musical cuya visión del mundo contagia su texto en el mismo grado que Cole Porter o Jerry Herman), pero ha querido incluir tantas como el formato permitía y además de explorar el pasado ha tendido puentes hacia el presente. Es mucho para un espectáculo musical que al fin y al cabo sólo dura dos horas y cuarenta y cinco minutos. No sé si es una crítica que espectadores más jóvenes, acostumbrados a la sobrecarga visual del cine de acción o de los conciertos de rock vayan a entender o aceptar, y es innegable que el modo de ver teatro de los jóvenes es mucho más importante para los creadores que el más sosegado de mi generación. Pero si uno hace el esfuerzo y deja de intentar verlo todo (esperaremos al video) es fácil caer en un vértigo que se te lleva por delante. Si pasada la experiencia uno quiere dedicar tiempo al análisis, comprobará que lo que se percibió como un vendaval es en realidad un mecanismo preciso, lleno de rimas, reflejos, guiños, referentes e ingenio verbal y musical.
Después de tres años de continua visibilidad del reparto original, que se ha visto en videos, que están en la grabación, es inevitable que se produzcan comparaciones. No sé si el reparto de Londres es mejor o peor que el de la compañía original. No sólo los he visto en dimensiones distintas, sino que con el segundo llevo conviviendo dos años y con el primero entré en contacto anoche. Sobre las interpretaciones hay que añadir que esto es un musical totalmente cantado, más cercano a la ópera que a la alternancia del modelo tradicional. Y esto hace que los criterios que hacen una interpretación efectiva sean ligeramente diferentes: el modo en que se construye la interpretación se centra en momentos mucho más de lo que se esperaría desde técnicas actorales que hablan de una construcción más sutil y más continua. Aunque intenta evitarse, es verdad que en Hamilton las interpretaciones se construyen como suma de momentos. Y el reparto de Londres se apropia de esos momentos y logra asentimiento, sonrisas, alguna lágrima. Me arrebató especialmente Rachelle Ann Go, como Eliza, la sufrida esposa del protagonista. Su “Helpless” es una delicia que se te lleva por delante. El personaje de su hermana Angelica, interpretado por Rachel John, es mucho más marginal a la trama y a veces parece introducido con calzador para dar un toque más feminista a la historia (que de otra manera parecería una serie de peleas de gallos, o machos alfa comparando penes) a pesar de lo cual tiene oportunidades de brillar que aprovecha. Y John realmente deslumbra en su “Satisfied”. Es una presencia de la que queremos saber más y ciertamente me gustaría que fuera más personaje de lo que es. El papel de George Washington es probablemente una de las claves del reparto. Tiene que pasar algo cuando aparece en escena por primera vez, tiene que sugerir autoridad, tiene que responder a su leyenda. Y he de decir que a pesar de lo que sabía sobre la obra, la aparición de Ubioma Ugoala me pilló por sorpresa por su fuerza y me dejó literalmente boquiabierto. Es también uno de esos cantantes que te hacen prestar atención a la voz pop. Aaron Burr, aquí interpretado por Giles Terera, es el papel bombón de la obra y que uno (casi) consiga olvidar el recuerdo del original es todo un triunfo. Menos convencido me dejó el Hamilton de Jamael Westman. Por lo que llevo dicho, está claro que tanto la obra como el personaje son muy cercanos a su creador, y de alguna manera las decisiones actorales y musicales de Miranda en el reparto original han quedado como una interpretación del papel que será casi imposible desplazar. Mi problema con Westman es que toma una dirección muy distinta, es alguien mucho más pasivo, menos carismático, menos pasional o entusiasta. Todo puede estar bien, pero no logré ajustar lo que sabía a lo que vi. Estoy seguro de que es problema mío, pero dadas las dificultades de conseguir una entrada no tendré ocasión de comprobarlo. El resto del reparto principal tiene momentos para brillar y establecen relaciones intensas con el público. Conocen bien “sus” momentos y los exprimen con gusto. Michael Jibson, como el Rey Carlos III es desternillante y está prodigioso de voz y estilo, Jason Pennycooke convierte el papel de Lafayette en un festival cómico, quizá más camp y menos Little Richard que el original, y la testosterona que impulsa los movimientos de Tarinn Callender como Hercules en la primera parte me dejó sin respiración.
A pesar de tanta densidad musical, textual o de perspectiva, a pesar de todo lo que ofrece, no estoy seguro de que Hamilton sea muy profundo o incluso tan socialmente revolucionario como se insiste. Sabe quién es su público y tiene una gran voluntad de decir algo político. Uno de los momentos más emocionantes de la noche para mí fue la ovación del público a la frase “Immigrants: we get the job done!”, todo un signo de que a pesar de mis reservas sobre el fenómeno, los espectadores saben de qué se habla, aunque reaccionar ante un eslógan no garantiza un discurso bien construido. Y si el niño siempre escucha, si la historia siempre es una semilla, lo que Hamilton intenta hacer es encomiable, tal como atestiguan miles de enseñantes en los Estados Unidos. Que en los momentos actuales se ponga en escena un manifiesto sobre la multiculturalidad que constituye la esencia de los Estados Unidos, sobre la necesidad de un gobierno fuerte, y que encima se haga con tanto cuidado, entusiasmo y amor al detalle es un verdadero triunfo. Pero no hay que confundirlo con una agenda. Sus valores más atractivos son performativos, no intelectuales, se te lleva por delante pero no te da soluciones. Tampoco emocionales: en esta vida y en la voz entusiasta que nos la ofrece hay poca angustia o ambivalencia y he de constatar mis reservas sobre el modo en que las cuestiones de género se integran en la trama (está claro que en términos de relaciones interpersonales a Miranda lo que le interesa son las peleas de gallos, machitos que comparan penes, algo tan ajeno a la tradición del musical). Veo Hamilton como una invitación a ver el mundo de manera un poco distinta, a unir los puntos de manera que las conclusiones sean otras, de poner sobre la mesa una nueva perspectiva, artística e histórica. Es posible que fuera de los Estados Unidos el texto no dialogue con la sociedad de manera tan intensa. Pero en cualquier caso lo que ofrece, lo que es, lo pone a años luz del noventa por cien de los productos que consumimos día a día en nuestras pantallas. Y diga lo que diga la Historia, es probablemente lo mejor que se puede ver en Londres en este momento.