El cliché es un atajo de representación. Pocos clichés de representación tienen una tradición tan intensa (al menos en las culturas occidentales) como lo que significa “Ser Una Madre”. “Ser Una Madre” no es lo mismo que ser una madre. Ser una madre es experiencia individual, Ser Una Madre es una mitología cultural, el centro de gravedad de un amplio repertorio de novelas, imágenes y películas que nos llevarían desde Stella Dallas, Mildred Pierce o Marco a Gypsy, The Manchurian Candidate, El cordero carnívoro o la señora Bates. Lo que sigue no va a hablar de “madres”, de individuos concretos. Pero sí de La Madre, como una mitología que actúa de manera a veces empoderadora a veces opresora y que nos afecta a todos, madres y no. Algunos la sufren de manera especial: hay mujeres que no saben, no quieren, ser Madres. Y algunas de ellas acaban siendo buenas madres, pero siempre existirá, en la creación literaria o en la experiencia real, una tensión entre la madre y La Madre que hará que las primeras, si no desarrollan mecanimos de resistencia, sientan frustración si no se parecen a la idea. Todos vivimos a la sombra de las mitologías: nación, maternidad, deseo, religión, son cosas que a menudo nos producen más frustración que liberación, pero su influencia es inescapable. Existe una importante tradición dentro de las culturas queer pre-gays (y gays) que vuelve sobre las madres una y otra vez. Es lo que Brett Farmer en su libro Spectacular Passions ha descrito como “matrocentrismo gay.” Pedro Almodóvar es, obviamente, uno de los grandes del matrocentrismo gay. No sólo decidió, en parte como humorada, en parte como seña de identidad, que su madre apareciera en algunas de sus películas: además, madres de todos los pelajes proliferan en sus películas, de Helga Liné a Julieta Serrano y hacen referencia a los pilares del matrocentrismo mencionados.
Evidentemente, el matrocentrismo gay pone en contacto las mitologías culturales en torno a La Madre con la experiencia del homosexual del siglo XX. Sí, se trata de una relación que se articula en la obra de Freud (el análisis de Farmer se asienta en el trabajo freudiano), pero no, ni es el primer lugar donde aparece ni es el único modo en que se expresa. No es soprendente que la figura de la madre figure en esta película con trazas de testamento, con algo de Ocho y medio y algo de Fresas salvajes, que es Dolor y gloria presente a varias madres: de realidad y ficción, añoradas e imaginadas. Y además son madres que de alguna manera completan una historia que cubre toda la filmografía del director. Penélope Cruz fue madre en su primera colaboración con Almodóvar y se convirtió en una de las madres de Todo sobre mi madre. En cuanto a Julieta Serrano, repite aquí como madre de Antonio Banderas. La obra de Almodóvar muestra una vez más su increíble consistencia, desarrollando motivos, personajes y presencias a lo largo de varias décadas.
El diálogo entre Salvador y su madre ha sido interpretado como una especie de declaración del director sobre el hecho de que su madre no aceptaba su homosexualidad. Estas lecturas asentían implícitamente ante el cliché de la madre como ser casi sagrado, que vemos reafirmarse en cuanto se acerca el dia de la madre, como alguien que lo merece todo, cuya bondad y capacidad de sacrificio está por encima de cualquier consideración. Parte de este impulso es narcisista (“mi madre es una santa porque es mía”) pero en parte se trata de integrarse en ideas que nos consolidan como sociedad (hay cierta necesidad de glorificar a la madre que contribuye a atar a ciertas mujeres a situaciones que no habrían elegido). El cliché precede a la experiencia y tendemos a olvidar que en realidad las madres son personas que, naturalmente, pueden equivocarse mucho, que pueden tener mala leche, que pueden ser obcecadas y querer, literalmente, lo peor para sus hijos, que creyendo que hacen favores, que conforman una visión del mundo, hacen mucho daño y nos abocan a un mundo de inseguridades y culpa si no aceptamos su autoridad o su amor. Si “Almodóvar” (Salvador) quiere mucho a su madre, papel que el complejo madre asigna al “buen hijo”, este es un momento en el que reconoce “haberle fallado”. Algunos desde el activismo insinuaron que Almodóvar aquí “se avergonzaba” de ser gay. La madre no se equivoca, el marica es quien le falla: ser marica es un obstáculo para que el complejo madre-hijo alcance su potencial místico. Y maricas, madres y gente que no son ni lo uno ni lo otro adoramos la mística. Efectivamente si esta es la lectura que se hace, hay una corriente de homofobia en la película. Pero yo no creo que esto sea lo que se nos dice.
Frente al cliché, la experiencia. Y el tratamiento de la figura de la madre me produce un pinchazo de reconocimiento que me gustaría desarrollar, un momento en el que a partir de una visión oblicua frente al estereotipo creo que podemos entender mejor lo que se nos quiere decir. El personaje de la madre tanto en la ficción como en la realidad no aparecería, en esta lectura, como una santa. Tanto en la versión de Julieta Serrano como en la de Penélope Cruz, se trata de un personaje lleno de aristas: es obcecada, limitada en su visión del mundo, gruñona, a menudo desagradable, en desacuerdo con todo lo que su hijo desea o quiere. Quiere a su hijo, supongo, porque una mujer de su generación se sentía presionada a este amor (no creo que el amor al hijo sea una cosa “natural”: soy constructivista hasta el final), pero no lo entendía. Sobre todo quiere cosas normales para un hijo a quien la normalidad nunca le va a satisfacer. A la madre de Salvador no le gusta en qué puede convertirse Salvador, vive aterrorizada porque no encaja en su visión del mundo, porque no lo entiende. Narrativamente, aunque de manera sutil, su función es frustrar la relación entre el albañil y su hijo: no le envía la carta del albañil, interrumpe cualquier contacto entre ellos, no le importa el vínculo que se ha establecido entre su hijo y este joven, sólo lo que a ella puede reportarle.
Es algo obvio, pero hay que decirlo: hay madres a quienes no les gustan sus hijos. Que intentan llevar a su hijo por otro camino. Hay madres de las que es necesario huir si uno quiere vivir. Esto lo sabe Agustín Gómez Arcos (El cordero carnívoro, una de las obras maestras del matrocentrismo gay hispánico, es uno de los libros que rodean a Salvador). Esto lo sabe Almodóvar. Esto lo sé yo. Uno vive con cierta culpa, implícita en el sistema emocional de nuestra sociedad. Hasta que harto de sentirse culpable la supera. Lo que veo en esta escena es Almodóvar superando públicamente esta culpa, saliendo del armario en cierto modo, diciéndonos que uno ha de dejar atrás a su madre, que la madre es un problema, sí, pero sin solución. Que el amor conlleva ataduras que asfixian.
No, la madre en esta película no dice estas cosas a su hijo porque “le ha salido homosexual”. Se las dice porque habría querido que fuera de otra manera, habría querido que fuera normal, que no fuera tan raro. Ella habría podido amar mejor, más a su manera, a alguien menos distinto: los modelos de amor son culturales y toda buena madre requiere un buen hijo, un “mal hijo” parece rechazar a la Madre. Y si la madre no reconoce en su hijo los rasgos del “buen hijo” es porque, evidentemente, es un “mal hijo”. Estos rasgos no se circunscriben al tema de la sexualidad. La madre Cruz no podía reconocer a su hijo como un incipiente homosexual, pero sí es consciente de su peligrosa excepcionalidad: en el talento, en la personalidad, en la mirada implacable, y más adelante,también en su egoísmo, en sus obsesiones, en su capacidad de trabajo.
Creo que nada hace tanto daño como las fantasías sentimentales compartidas por casi todos. Y creo que la visión de Salvador y su madre huye del sentimentalismo al uso que refuerza el cliché: son dos personas duras, de almas incompatibles, que se miran mutuamente y no acaban de reconocerse. No es un homenaje matrocéntrico, signo de un sentimiento de culpa, es más un ajuste de cuentas. O una historia de amor sin solución.