Musicales

The Music That Makes Me Dance: criterios y prejuicios sobre el musical de Broadway

Bway -- Posters Collage

En 1981 se estrena en Londres el musical Cats. Su lema: “Now and Forever”, algo que pronto empezó a sonar como una sombría amenaza. En 1981 se estrenó también en Broadway Merrily We Roll Along, un show brillante, ambicioso, con una gran partitura, con temas que nos conciernen a todos y que constituía una nueva entrega de la gran colaboración entre Sondheim y Hal Prince que nos había dado Company, Pacific Overtures y Sweeney Todd. Duró 16 representaciones. La gente decía que “no funcionaba”, pero enunciados así siempre me parecen sospechosos: cierto, que quizá era más difícil de seguir que Cats. Pero es que casi cualquier cosa resulta más difícil de seguir que CatsMerrily de hecho trataba temas como el impacto del éxito, la amistad, el tiempo, la madurez, el show business, los sueños, había algo muy sentido sobre la relación entre Sondheim y Prince, y flotaba el fantasma de Mary Rodgers. Y Cats trataba de, bueno, de gatos. Y de una plataforma giratoria. Y de un decorado que era un basurero. Y cuando la gente salía entusiasmada exclamaba con gran entusiasmo: “¡¡Es que se mueven como gatos!!”. Y eso era todo. El problema quizá sea que una vez ponemos cosas como Cats en el centro de nuestras expectativas, nada será ya nada nos va a parecer tan “entretenido”, porque Cats en ningún momento requiere que salgamos del “entretenimiento” para pensar qué diablos pasa (y mejor que sea así). Y sale perdiendo el modelo de teatro musical que en los setenta había adquirido un grado de sofisticación, con Follies, A Chorus Line, Chicago y Pacific Overtures, que ya no recobraría, un género que había ido aprendiendo a tratar temas, a hacerlo con una estética original, a veces con ironía, un género que, sí, hacía pensar.

Quienes esperábamos que el musical fuera un entramado cada vez más complejo de canciones y libreto, de ideas y atrevimientos, culpamos a Cats de todo: Cats era el musical anticristo que había venido a acabar con el Mundo tal como lo conocíamos. 1981 fue, así, el fin de muchas cosas. En realidad había un giro en el modo en que se vendían los musicales y las expectativas del público. Este post va, sobre todo, de ese giro, de ese cambio. Y de cómo me duele lo que el cambio conllevaba. Todo en ese show me agota, me deprime, me habla del fin de una esperanza y, peor aun, del principio de algo que todavía dura. Pero he reconocer que si Cats no hubiera sido un éxito, si Cats no hubiera encontrado una fórmula que el gran público adoptó con entusiasmo, sería una simple nota graciosa en la historia del género que no merecería espacio. No es Cats en sí (no eres tú, soy yo), es el hecho de que gustase lo que dio puso punto final a la fiesta. Y el éxito siempre es una razón. Pero esto no nos exime de explicarlo.

Y este tipo de reflexión siempre me lleva a tener que explicar qué elementos hace de la tradición del musical de Broadway, la que va de Show Boat a Merrily, y algunos epígonos como Assassins o Ragtime, algo específico y artísticamente interesante. Creo que para hacer crítica o análisis uno debe articular primero sus presupuestos y sus prejuicios, qué se sabe, qué se piensa, de dónde se viene: cuál es su ideal, qué coordenadas objetivas le permiten describir el texto, etc. Es un ejercicio de honestidad, pero también de modestia. No siempre será posible, como intento hacer en este post, explicitarlos, pero será conveniente haber hecho el esfuerzo previo. De lo contrario en lugar de crítica lo que ofrecemos son opiniones, y las opiniones son muy respetables (casi siempre, casi todas), pero hablan más de uno que de lo que se trata de analizar. La crítica o es seria o carece de valor y se convierte en mera expresión de sentimientos o descripción perezosa. Y esto resulta de especial relevancia en un campo tan susceptible a la reacción visceral como el teatro musical.

Mis intercambios, reales y virtuales, sobre teatro musical han sido ocasionalmente frustrantes. Una vez hice un post algo esnob sobre cómo, cuando al conocer a algún fan del género que me salía con Les Miz, intentaba cambiar de conversación. Esto fue idiota y ni siquiera era cierto. Lo que es verdad es que cuando hablo de musicales intento aplicar los mismos criterios que a otras cosas que me interesan: espero, además del placer, cierto rigor y cierta sustancia. Me decepciona (no siempre elegimos las cosas que nos decepcionan) que los fans de un género que considero sofisticado, sustancial e históricamente relevantes se centren casi exclusivamente en cuatro o cinco shows que no representan las mejores virtudes de este género y un nutrido grupo que simplemente adapta películas. Llámalo efecto “La La Land”: “Pues a mí me encanta”, dicen justo antes de lanzarse a una serie de clichés que para nada describen la película y que parecen reflejar fielmente los objetivos del equipo de márketing. “¡¡Es que se mueven como gatos!!” Y, como digo, es un género en el que el rigor y la sustancia se reciben con cierta hostilidad porque entre los fans abundan quienes sólo quieren estar entretenidos y defienden con uñas y dientes este derecho. Este post trata de separar el placer personal que podamos sentir por razones no siempre confesables o generalizables de lo que, al menos para mí, son los logros del género y el secreto de su impacto. Es una continuación de ideas que apunté en un post previo sobre Hamilton.

Si el lector cree que la única respuesta legítima frente a un musical (o una película o un espectáculo de cualquier tipo) es que “te guste” o no probablemente no necesita seguir leyendo. Tiene ya lo que requiere para ser feliz, y gente como yo tendemos a amargar la fiesta haciendo preguntas y reclamando un espacio objetivo, crítico, racional. Pero para quienes creen que el musical de Broadway es un género que vale la pena analizar, que por debajo del entretenimiento hay valores y experiencia, que tiene una estética, que resulta defendible como arte, que hace algo especial que no hacen otros espectáculos musicales como las óperas o la música pop, intento enunciar a continuación qué significa para mí el género y me interesará contrastar lo que pienso con otras visiones. En realidad las propuestas aquí ya contienen otras muchas: barajo décadas de lecturas, teorías, historias, conversaciones, análisis y puestas en escena. Pero los dos libros que recientemente me han ayudado a dar forma a mi aproximación para la preparación de clases y ensayos son The Musical As Drama, de Scott McMillin y The Rise and Fall of the Broadway Musical de Mark N. Grant. A esto añado criterios que son inevitablemente personales: descubrí los musicales a los trece años y desde entonces los he devorado en cualquier medio a mi disposición, los he vivido, los he bailado, los he cantado, he dejado que me inspiren, me fascinen, me he emocionado, me he reído y he aprendido con ellos. Mi respuesta al musical es somática y emocional. Lo que soy, el modo en que me expreso y veo el mundo viene a menudo de un musical. En este post intento explicar qué elementos del género me llegan. Y por qué muchas cosas de hoy en día que se llaman musicales me dejan un poco frío.

Así por ejemplo, mi identificación somática con el musical implica, desde el inicio, ciertas reservas contra el rock. El rock, según lo veía yo entonces, era para la otra gente, yo era ese niño al que no le gustaba el rock y prefería My Fair Lady. Para mí My Fair Lady o Guys and Dolls o Funny GirlWest Side Story eran refugios contra las cacofonías y ruidos del rock. Aunque hoy matizaría esta actitud (de hecho, creo que hay un lugar, pequeño, para el pop y el rock en los musicales y en la vida en general), algo me ha quedado de esa actitud (el pop y el rock no están en el centro de las cosas que me gustan de los musicales). Dado que el musical fue mi manera de combatir las implicaciones del rock, mi defensa contra los valores de un tipo de música que me parecía hostil, es normal que no acaben de llegarme los musicales que fundamentan su discurso musical en el sonido del rock. Luego cuando veo cosas como Spring Awakening me gustan, claro, porque está todo muy bien pensado, pero jamás se me ocurre ponerme la música: viene de otro sitio y no parece que Duncan Sheik haya asimilado Bye Bye Birdie (por dejar la comparación en la adolescencia) o, en general, que jamás haya esbozado una sonrisa. Lo suyo no es “música de musical”. Esto se complementa con ideas de Ethan Mordden o de Grant que justifican que, en realidad, si el musical ha de ser una forma maleable y expresiva, el rock limita sus posibilidades y no las amplía. Pero más sobre esto, luego.

También me gusta que el musical me haga bailar (y por lo tanto cosas como Les Miz, como que no), pero no todo me hace bailar y ciertamente el rock me hace bailar mucho menos que “One” de A Chorus Line. Prefiero también que esté protagonizado por mujeres a que lo esté por hombres, prefiero, de manera visceral, no razonada, que su mirada sea femenina, porque gracias al musical descubrí mi lado de diva y porque el musical resulta especialmente interesante para explicar estas posiciones. Todo esto es prejuicio personal y muy cuestionable, lo sé, pero mentiría si dijera que no afecta mi sentido crítico: un musical que se esfuerce denodadamente por ser hetero (The Full Monty, La La Land) me llegará menos que si lo protagonizan una chica gordita y su madre o si sale una viuda emplumada bajando una escalera.

Hasta aquí los prejuicios. Pero también hay rasgos objetivables que, en algún sentido, explican y justifican los prejuicios. ¿Qué caracteriza al musical de Broadway, que es de lo que se trata aquí? Lo que sigue está basado en ideas ajenas, pero cuando di con estas formulaciones me pareció que respondían a mis propias percepciones sobre qué me gusta y qué no. McMillin insiste en que uno de los rasgos fundamentales es la tensión entre texto y partitura, entre libreto y cantables. El musical de Broadway crece y se desarrolla en torno a esa tensión. En ese sentido Les Miserables no acaba de ser un musical de Broadway. Y tampoco lo son Tommy, Jesus Christ Superstar o Hamilton. Esto no es una crítica. Jesus Christ Superstar me parece uno de los mejores shows de la historia. Pero se origina como “concept album” y se declara una “ópera rock”, y yo creo que eso es lo que es. La insistencia de McMillin en que haya tensión entre música y libreto no es caprichosa. Si hay fragmentos hablados y fragmentos cantados se plantea el problema crucial, que no surge ni en la ópera ni en Les Miz, de por qué el personaje canta y qué estatus tiene la música en el mundo dramático. Sondheim pasó momentos angustiosos planteándose por qué cantaba Leona en Do I Hear a Waltz? cuando es un personaje que literalmente “no canta”. Jean Valjean es un personaje que, por carácter, “no canta”. Pero en Les Miserables tiene que cantar porque todo es cantado. Les Miz nos puede gustar más o menos, pero a mí siempre me parece que Valjean, como el Capitán Von Trapp, el Herbie de Gypsy o el Rey de Siam, no tiene una personalidad musical. Billy Bigelow o Benjamin Stone, en cambio, sí. En Les Miz no existe la diferencia (o la angustia) entre cantar o no. Recuerdo que cuando leí esta propuesta me pareció que muchas cosas tenían sentido: lo que me apasiona del musical es precisamente que pasemos de la palabra a la melodía, que “se pongan” a cantar: exige dos niveles textuales, dos niveles en la vida. El momento en que esto sucede puede ser terrible o milagroso. Es la cuerda floja del show, el triple salto mortal. En una ópera nunca “se ponen” a cantar. Simplemente cantan. Todo el rato. Y  podemos extender la comparación: en un ballet no “se ponen” a bailar. En un musical sí. Y por eso cada baile cuenta. La diferencia es crucial. Buscar maneras de dar sentido a esa transición forma parte de una de las líneas de evolución más importantes del género. ¿Haces que la transición sea gradual, brusca, suave? ¿Si el personaje canta abandona el mundo del texto hablado, sigue hablando a otros personajes o habla al espectador? ¿La canción comenta la acción o es parte de ella? ¿Es la relación literal o irónica? Cualquiera que trabaje en musicales tiene que dedicar tiempo, investigación y talento a explicar e interpretar esta transición.

Un corolario de este criterio es que tal alternancia hace la decisión entre musicalizar un momento o no crucial. Últimamente se ha olvidado la tradición y una consecuencia es que hay una tendencia a musicalizarlo casi todo: vamos a poner doce números memorables, a ver si al espectador se le queda al menos uno. Se ha perdido la idea de que en un musical es mejor elegir los momentos a los que se pone música que simplemente poner canciones. The Bridges of Madison County es, musicalmente, una preciosidad, pero como teatro musical no acaba de funcionar porque Robert Jason Brown ha introducido más canciones de las que el tema y el libreto pide. Fiddler on the Roof tiene doce números. Es perfecto y no sólo presenta a un padre, su mujer y tres hijas, sino da una buena idea de toda una comunidad de judíos en Anatevka durante la Rusia zarista. Bridges, que se centra en dos personas, tiene veinte. Al final tanta “gran canción” cansa. Un poco como en Les Miz. Menos puede ser más. Cuando se abusa de las canciones empezamos a necesitar que el trabajo específico que hacía el libreto lo haga la partitura, y esto hace que la partitura vaya convirtiéndose en obvia o literal.

El segundo rasgo del musical de Broadway tal como lo delimito aquí es la importancia de las letras, mucho mayor que en otros géneros musicales como la opereta. Desde los ochenta, desde Cats, se descubre un mercado para el género en el que los espectadores no tienen por qué entender nada (total, son gatos). Las letras de 42nd Street, escritas a principios de los treinta, son maravillosas, pero uno no tiene que escucharlas porque no es un musical integrado. Five Guys Named Moe tiene canciones maravillosas y llenas de una mirada muy personal, pero no guardan relación dramática entre sí: en todas se habla desde esa perspectiva al espectador. Las letras de Phantom of the Opera son simplemente malas porque Weber decidio jugárselo todo a dos cartas: el set y su música. Un letrista “fuerte” le habría llevado por donde no quería ir. Pero esto no siempre funciona, y un efecto fue que cada vez hubo que hacer más decorados para tener a la gente entretenida sin escuchar nada. Si las canciones tienen alguna relación con la historia que cuenta el libreto, que es uno de los elementos esenciales del tipo de musical al que aquí me refiero, son fundamentales dos cosas. La primera es que las letras digan algo y lo digan de un modo distinto al libreto. La segunda es que se entiendan. El lenguaje cuando se canta no es el mismo que cuando se habla, y los letristas del musical de Broadway se han esforzado por maximizar el significado manteniendo las estructuras de la canción como forma estética. En Oscar Hammerstein esto lleva a cierto naturalismo. En Harburg o Sondheim lleva en la dirección contraria: sofisticación e ingenio. Harnick hace naturalismo en Fiddler e ingenio en She Loves Me. Si uno escucha una ópera de Handel, las palabras elaboran poca cosa. De hecho dos o tres frases bastan para construir un aria de seis o siete minutos, un aria puede ser musicalmente gloriosa pero dramáticamente estática. Las estructuras de la canción pop son, como en la ópera de Handel, repetitivas y estáticas, pero aquí lo que importa es más el ritmo que la línea melódica. La canción del musical tiene algo de poesía pero también algo de prosa: la música puede repetirse, pero la letra, como en un soneto, avanza, construye una idea, un momento. La canción del musical casi siempre ha de tener una estructura dramática: el personaje ha cumplido cierto arco entre el principio y el fin. En “The Ladies Who Lunch” parece no pasar gran cosa a primera vista, pero si la canción no estuviera bien construida sería un estorbo al final de Company. El motivo por el que es una gran canción no es la melodía ni el hecho de que tenga notas altas: es que permite a la actriz interpretando a Joanne hacer teatro, y de hecho Elaine Stritch la ha descrito como “drama en tres actos”. En “No More” de Into the Woods, la canción empieza como un rechazo al mundo, mientras que la última vez que oímos la frase del título el Panadero ha decidido volver a él y cambiarlo. La canción es un (cuasi) monólogo que aporta razones de este cambio de actitud, algo que no podía hacerse desde el libreto. Los mejores creadores del musical han encontrado soluciones fascinantes a esta diferencia de códigos. Incluso una canción sencillita y aparentemente trivial como “The Rain in Spain” de My Fair Lady marca un cambio entre la aprendiza y la consumada intérprete de la lengua inglesa y aporta elementos interesantes a la relación entre Higgins y Eliza.

La mejor tradición del musical de Broadway se basa en la colaboración. Este es mi tercer criterio de definición y es crucial. Evita o Les Miserables empiezan como “concept albums” que tienen que respetarse y en ópera pocos directores se atreven a tocar la partitura. Pero el musical es un género que se basa en la integración del talento: el compositor debe ser generoso y cambiar alguna nota si el letrista tiene una idea para expresar algo que requiere sílabas extras. remimcoar a una canción si no funciona en ese momento de la representación. El libretista debe estar dispuesto a tirar a la basura una escena si el compositor encuentra una manera interesante de musicalizarla. Así se escribe Gypsy, así se escribe West Side Story. Este grado de colaboración parece horrorizar a Webber y sus admiradores. Sondheim siempre se ha declarado ante todo dramaturgo y ha reconocido que el 80% de la fuerza de los shows en que ha participado está en el trabajo del libretista: es el libretista quien le da personajes y situaciones y él, dice, encuentra imposible componer si no tiene un personaje y una situación. Es exactamente lo que hacen los grandes del musical: Rodgers y Hammerstein, Michael Bennett, Sondheim, Harold Prince, incluso Jerome Robbins, se caracterizaron por su generosidad durante el proceso de producción: el resultado final siempre tenía que ser mejor que la suma de sus partes. De nuevo esto no es un rasgo arbitrario: sólo la colaboración lleva a la integración. Y el musical de Broadway resulta de la integración. Esto es muy diferente al trabajo de alguien como Andrew Lloyd Webber, que llega con la partitura hecha y lucha por no cambiar una nota.

De ahí que tenga también infinitas reservas ante cualquier cosa que sea una adaptación de una película. No le veo el sentido a poner en escena, por ejemplo, Cantando bajo la lluvia, que está pensada para la pantalla.  Puede hacerse una adaptación, pero no veo el sentido a hacerlo fielmente. Si a uno le gusta el baile y quiere recordar la película sin duda disfrutará con la puesta en escena de Cantando bajo la lluvia. Pero críticamente es un esfuerzo bastante poco interesante. Habría que empezar desde cero. Véase por ejemplo lo que hacen Sondheim, Prince y Hugh Wheeler con la película de Bergman Sonrisas de una noche de verano: los temas permanecen, pero todo está reinventado.

El cuarto principio que se deduce del trabajo de Grant tiene que ver con el tipo de música. Sondheim lo formula de una manera que tiene todo el sentido del mundo: no es que la música rock esté mal en los musicales, el problema es cuando los compositores de nuevos shows sólo han escuchado en su vida rock y pop. Y es verdad que una nueva generación de compositores no ha sabido aprender las lecciones del pasado: esto es lo que ha provocado la ruptura con la tradición. Rodgers aprende de Berlin y Sondheim aprende de Rodgers y de Gershwin. Sondheim admira a Kern y a Arlen. Herman también aprende de Berlin. Kander escucha jazz de los años veinte y cita a Weill pero también a DeSylva, Brown y Henderson. Las dos primeras generaciones de compositores escucharon big bands, opereta, música negra, jazz, standards (y en el caso de Kander ópera) y partían de entornos en que se escuchaba música judía. Estos tipos de música dan al género su personalidad, su fuerza dramática, su maleabilidad: la opereta sirve para cosas que el jazz no puede hacer, el sonido big band puede contribuir a crear un momento que el repertorio de formas de música popular judía no podía aportar. Cada tipo sirve para una cosa y contribuye con algo distintivo al resultado. Si te saltas este aprendizaje y escuchas sólo rock o pop post-Abba, estás perdiendo algo. El musical surge a partir de tradiciones musicales muy variadas, que se combinan para maximizar la melodía, la caracterización, el baile, la palabra. Durante varias décadas, el musical es una mesa de laboratorio donde se hace un experimento para obtener la forma dramática que dará lugar a The King and I, Candide, Fiddler on the Roof, Cabaret, Pacific Overtures o Assassins. El rock y el pop tienen objetivos y dinámicas distintas. El rock suele denotar rebeldía, el pop tiende a intentar una inmediatez que no quede contaminada por la reflexión. Ambos son buenos materiales para los musicales. Pero si sólo empleas las estructuras del pop y el rock al show le faltará la variedad y riqueza del musical clásico. Grant y otros han explicado cómo, en realidad, el rock es intenso pero poco sutil y que la tendencia a utilizar notas altas y la necesidad de volumen hace que se pierdan muchas cualidades que un musical requiere. Los mejores musicales rock y pop (Hair, Dreamgirls) son aquellos que hacen uso de las cualidades específicas del rock y que lo integran como objeto escénico en lugar de como canal comunicativo. Entiendo que el gran público hoy en día sólo es capaz de asimilar rock y pop. Pero es que hoy en día los mejores musicales ya han perdido el contacto con el gran público. Y esto es normal.

Todo lo anterior en realidad tiene un impacto en una de las cualidades que mejor desarrolla el musical clásico: la ironía y el sentido del humor. Los musicales contemporáneos tienden a ser serios y carentes de ironía porque no puede jugarse con las relaciones entre géneros musicales y contenido o la tensión entre el nivel del libreto y el de las canciones, que podía utilizarse para crear una mirada irónica. Cualquier musical de Sondheim tiene números cómicos e irónicos. Boublil y Schönberg parecen incapaces de esbozar una sonrisa.

Hay por supuesto más criterios, pero aquí ya empieza a verse por dónde voy y los detalles tendrán que esperar otra ocasión. Enumero algunas ideas que proceden de Grant y McMillin. El musical de Broadway no se basa en el volumen, no se basa en el grito, no se basa (sólo) en la melodía, en los “momentos”: el musical de Broadway es teatro que utiliza texto y música en continua tensión. Por eso ni Mamma Mia acaba de ser lo que a mí me gusta del musical, ni La bella y la bestia, ni, por poner un ejemplo que me gusta escuchar, Ain’t Misbehavin’. Los shows estarán mejor o peor, serán más o menos encomiables o disfrutables, pero son “otra cosa”. Y, sí, como empieza a verse, casi nada de lo que se hace ahora sigue estos criterios. Los grandes shows de la última década son o totalmente cantados (Hamilton) o tienen partituras que son puro rock (Spring Awakening, Hedwig) o se componen de listas de éxitos que no se han escrito para el show (Memphis). Y esto sugiere lo que explicita el título del libro de Grant: el musical de Brodway, en realidad, ha desaparecido como forma artística porque no hay suficiente público para textos que sigan estos criterios. Sigue habiendo teatro musical. Pero sigue otras convenciones, otra música, es menos teatro, más espectáculo, menos letra, más sonido, menos progresión, más repetición, cantan más, se basa en tesituras más altas y frases más cortas que no permiten que se entiendan o se articulen letras elaboradas. El lector puede pensar que nada de esto es esencial, que el final todo es escenario y música. Bueno. Es una perspectiva. Pero una perspectiva que ignora los mecanismos que construyen el teatro musical de Broadway durante cinco décadas y que es mucho más específica que el simple escenario y música. Al perder contacto con la tradición que he descrito, el cambio que marcaba al principio en 1981 es esencial, no accesorio.

Esto no debe apenarnos en exceso, claro. Muchos grandes géneros culturales tuvieron un ciclo que se extinguió en setenta u ochenta años años. A veces mucho menos: el cine de arte europeo de los sesenta parecía agotado en torno a 1978, el cine negro produce intensas obras maestras durante diez años pero deja de hacerse en 1953, el sistema de estudios de Hollywood decae y se transforma hasta lo irreconocible después de cuarenta años de dominio, el doo-wop fue central sólo durante unos cinco años, el apogeo de la música disco duró aun menos. Incluso la edad de oro del bel canto dura veinte o treinta años. Todos producen obras maestras y en todos los casos hay evolución del género, pero el género dura lo que dura. En el musical, las líneas de desarrollo (musicales, escenográficas, dramáticas) de este tipo de musical son específicas a Broadway, surgen a inicios de los años veinte, se consolidan en los años cuarenta, gozan de una era clásica en los cincuenta e incian un esplendoroso periodo postclásico a partir de shows como Cabaret y Company desde finales de los sesenta. A principios de los ochenta, un nuevo tipo de show empieza a llenar teatros y, con pocas excepciones, se pierden los elementos que hicieron el musical de Broadway específico. Aunque habrá grandes shows después de 1980, la década de los setenta marca el final de algo. No debemos esperar otro musical tan revolucionario como Show Boat o Oklahoma!, porque estas revoluciones fueron específicas a un género. Ragtime es bueno, pero no revolucionario, y Company fue revolucionario, pero dado el panorama en que surge, Passion es simplemente una obra maestra que no parece pertenecer a ninguna corriente fuerte. Como en la ópera barroca, uno puede volver a las viejas piezas y encontrarles nuevos sentidos, y creo que dentro de cien años, con la distancia, se reconocerá esto y se volverá al canon: CandideWest Side Story, Pacific Overtures, Guys and Dolls, Carousel, pero nadie compone (nadie se propone componer) shows como aquellos. El público pide pop-rock, los productores quieren pop-rock, los compositores sólo saben escribir en ese estilo. Y Frank Loesser parece hablar en una lengua muerta.

Por supuesto el musical no fue un género estable. Entre Show Boat y Sweeney Todd, el género evoluciona en tres frentes y cualquier lector que busque un análisis histórico del género tendrá que centrarse, al menos, en las siguientes líneas de desarrollo: el uso progresivamente más frecuente de motivos en las partituras, el debate entre la relación entre canción y texto (integración, naturalismo, distancia irónica) y una relación entre puesta en escena y acción dramática que se hace cada vez más abstracta (lo que se denomina “musical conceptual”). Cambian también las canciones, el uso del coro, el uso de la lógica temporal y espacial. Hasta que llega un momento en que el modelo intevitablemente se extingue y deja paso a otras formas.

En último término mi agravio sobre Cats consiste en que haya secuestrado la categoría de teatro musical, impidiendo que la gente sea capaz de poner paciencia o atención en cosas como Merrily. Respetemos el canon, dejemos que nos inspire, no intentemos equipararlos a lo que se hace ahora. Supongo que Les Miz tiene algo, y sé que Jesus Christ Superstar y Hamilton son shows importantes, complejos y bien pensados, pero no forcemos las comparaciones: no pueden hacer lo que hizo West Side Story. La evolución que va desde Show Boat hasta Merrily es continua, tres generaciones de dramaturgos que aprenden unos de otros, que buscan nuevas maneras de componer y de expresar. Hamilton ha roto los lazos con la tradición. Lo que Fosse, Bennett, Gower Champion, Abbot, Prince, Richard Rodgers, Oscar Hammerstein, Cole Porter, Agnes DeMille, Arthur Laurents, Bernstein, Weill, Robbins, Charles Strouse, Terrence McNally, Sondheim, Harnick y Bock, Kander y Ebb intentaron ya no preocupa a Lin Manuel Miranda, Adam Guettel , Michael John LaChiusa o a Jason Robert Brown. El futuro es de éstos últimos. Y seguro que nos traerán grandes momentos. Pero que el ansia de novedad no nos impida volver a lo que fue un género rico, vivo, inteligente, complejo.

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