Hoy la manifestación anti-Brexit en el centro de Londres ha hecho patente el momento crítico que se vive en el país. Y una visita a The Other Palace, en Victoria, ha confirmado el gran momento teatral que se vive en la ciudad especialmente en musicales. Desde hace unos quince años, The Menier Chocolate Factory (que de hecho reemplazó al Bridewell) había producido cada año dos musicales bien elegidos en pequeña escala. El nuevo teatro The Other Palace se suma a locales como Jermyn Street, Charing Cross Theatre o Southwark Playhouse (el Bridewell parece que va a resucitar). Esto, y no los shows del West End, son el vivero y la salvación del género. La calle 42 o Book of Mormon no son malos, son simplemente convencionales y se hacen para adaptarse a la mentalidad del turista. Los musicales en estos otros teatros ofrecen una mirada más arriesgada al repertorio, producciones más innovadoras y, al menos, el mismo talento. A una fracción del precio. Es en estos entornos donde el texto importa y donde realmente uno se plantea si el género vale la pena como arte o debe dejarse atrás como mero entretenimiento. The Wild Party, el musical de Michael John LaChiusa (hay otro con idéntico título y con partitura de Andrew Lippa). en este sentido es un ejemplo de todo lo bueno del momento actual en Londres.
El musical está basado en un escandaloso poema de 1927 que habla de una fiesta desenfrenada que adquiere tintes orgiásticos. La protagonista nominal es Queenie, una corista hipersexual con un marido celoso. Deciden celebrar una fiesta a la que acuden tanto personalidades del show business (como una diva que parece la inspiración de Norma Desmond o dos productores que aspiran a ser Ziegfeld) o del submundo neoyorquino (hombres que se venden, un boxeador, un delincuente drogadicto). La poesía no tiene por qué presentar personajes psicológicamente coherentes o narración precisa y en este sentido el muscial es fiel a su fuente: apenas hay libreto, apenas hay trama en el sentido de estructura y aunque es un musical muy coral, más que personajes lo que hay son situaciones y gestualidad, no hay evolución y los intentos de interiorización (los temas de Black) no resultan creíbles. En definitiva, el musical debe bastante a Chicago: no sólo en el modo en que presenta números como viñetas y coquetea con la tradición del vaudeville, sino en su continua cita de tipos de canción que se asocian a los años veinte, así como en el cinismo de los personajes y el punto de vista. La dirección y coreografía de Drew McOnie subrayan estos paralelos jugando con las referencias a Fosse y a los estilos de la prohibición. El reparto incluía a Frances Ruffelle (que estrenó “On My Own” en Les Miz) y a la legendaria Donna McKechnie, que no sólo estuvo en A Chorus Line, sino que lideró el maravilloso número “Turkey Lurkey” en Promises, Promises en el 69!).
Una de las peores herencias que Cats y Les Miserables dejaron a la historia del musical es el de las partituras implacables. Cualquiera que entienda el musical desde Les Miz, será tolerante con las formas cantadas. Como escribí en otra entrada, para mí la tensión entre libreto hablado y partes cantadas es esencial al género del musical de Broadway, que desde Sondheim también tiene que preguntarse por qué canta la gente. Si el tema de por qué se canta está muy bien solucionado en The Wild Party, la partitura casi continua se aplica como en tantos musicales contemporáneos. Yo creo que Bridges of Madison County, o Honeymoon in Vegas o The Wild Party serían mejores shows con menos canciones. Menos puede ser más, y dejar de cantar hace que apreciemos la canción y perfila su valor, funciona mejor en la tradición del teatro musical que no tiene que suponer que te golpean la cabeza con otro tema a cada momento (como en Les Miz o Phantom) sino que busca momentos que funcionan como teatro. Si se pasan el rato cantando se produce fatiga y obliga a musicalizar toda la trama, lo cual en realidad ralentiza el show. Un musical funciona de manera distinta a una ópera y está bien que así sea. Por otra parte, si aspira a la ópera, ha de construir una partitura musicalmente integrada más que un grupo de canciones independientes. Al menos, aquí, el problema está medianamente resuelto: hay un exceso de canciones, pero desde el momento en que el autor no piensa en términos de trama, los números pueden funcionar como en una revista, sin esperar que solucionen nada, proporcionando momentos más que información. Y esto puede estar bien. Al menos es una solución.
En este caso los momentos son, si no escandalosos, sí bastante morbosos y la puesta en escena no decepciona a quienes los imaginaron a partir del poema. Pero al fin y al cabo es el tema del original: decadencia y exceso. El exceso en la partitura no es más que un reflejo del mundo de alcohol, drogas y sexo de la noche que se nos dramatiza. Por lo demás, el show funciona como un catálogo de voces de los años veinte: escuchamos a Al Jolson, vemos una pareja de bailarines negros que parecen salidos del Cotton Club y que recuerdan a los Nicolas Brothers, se habla de Bessie Smith y del Black Bottom. Lo que pasa y cómo se llega a la conclusión sólo se explica desde factores externos, pero en definitiva lo que importa son esas músicas que, si no explican trama y personajes constituyen un retrato preciso, casi delirante de aquella época.