Implacable, imparable e inasequible al desaliento o a la razón, hoy Theresa May invocará el famoso “Artículo 50” que pone en marcha el proceso de salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. No conozco a nadie aquí, en el Reino Unido, que no opine, al menos públicamente, que es una catástrofe nacional. He tenido a colegas que se me han disculpado en nombre de su país. Los efectos ya se hacen de notar y el futuro, al menos el que vaticina la gente que dice saber de esto, es bastante oscuro. Se llegó a esta situación con mentiras (los famosos “500 millones” que Gran Bretaña “se gasta” en la UE y que, se decía, “podrían ir a la Seguridad Social”: no, claro que no), confusiones y pura incompetencia. Y a pesar de que nadie sabe muy bien en qué consistirá y ciertamente no hay un plan sobre la mesa, Theresa May, que llegó a primera ministra, no lo olvidemos, sin haber sido votada por los electores y sin debate interno en el partido (al final quedó como la única candidata a la que le apetecía la tesitura) es quien está tirando del carro apoyándose simplemente en dos lemas tan contundentes como vacíos: el primero, atención porque da el nivel de la política actual, “Brexit es Brexit”. El segundo, siniestro y reminiscente del peor populismo: “El pueblo británico ha hablado”. De nada sirve que ambos argumentos sean estúpidos y débiles comparados con la enormidad del Brexit “a malas” que de momento se ofrece. Son tan abstractos, dicen tan poco, que apenas son rebatibles. ¿Cómo debates un truismo? Y cuando está tan claro que el poder de una frase es su componente retórico y no su significado, ¿para qué argumentar?
De hecho no es verdad, como dice gente de buena fe, que no “se haya explicado” el Brexit y que por lo tanto el resultado de 48 por cien en contra con 52 a favor se alcanzó con el electorado engañado. En la era del internet, ninguna mentira tiene respuesta y quien quiere saber sabe. Se explicó continuamente, se hizo bien y claramente. No es que tenga tanto misterio, vamos. Pero buena parte de quienes votaban a favor de la salida británica no lo hicieron sopesando argumentos, no estaban interesados en una explicación. Se trataba, como en la América de Trump de encontrar un culpable a la monumental degradación que ha traído la crisis, agudizado por la austeridad y la corrupción de la banca y empresas que consideran que su deber hacia los accionistas consiste en pagar tan pocos impuestos como sea posible. Como el niño cobardica de una clase de primaria, el Gobierno que había permitido la degradación de vidas reales y vida pública abrió una caja de Pandora. Siempre había habido anti-europeístas en Gran Bretaña, y no hacía falta que hubiera muchos más para ganar. A esto se unió que gente como Theresa May hizo cuando era Ministra de Interior lo que los políticos en Gran Bretaña no se habían atrevido a hacer: culpar al inmigrante. Añade al guiso una mentalidad de búnker, la fantasía del aislacionismo y gente con muy mala leche y pasó lo que pasó. No vale la pena plantearse cómo podrían haber sido las cosas diferentes: en cierto modo todo tiene bastante lógica y de no haber salido por ahí, habría sido por otro sitio. Pensemos en general, pensemos en lo que pasa delante de nuestros propios ojos. Cada vez hay más gente que quiere que se les escuche y que no son lo suficientemente penetrantes como para percibir que, aunque el objetivo es loable, hay que tener cuidado con quién escucha y cómo se les instrumentaliza. Nigel Farage, líder de UKIP escuchaba. Y hablaba con la gente en sitios donde el lenguaje burocrático o el lenguaje de los expertos sólo producía impaciencia. Todo esto son signos que están presentes en todas partes y a los que hay que prestar atención. No están relacionados con el Brexit: creer que los “expertos” son irrelevantes y creer que los políticos son gente que sólo se enriquece son cosas que siempre han estado en el aire. Pero cuando cuando una mayoría de gente asume que estos enunciados son ciertos, nos encaminamos a una crisis que va más allá del resultado del referéndum. De hecho el resultado es, en realidad, un signo de cómo pensamos en el siglo XXI, no una consecuencia de nada. Llamadlo posverdad si queréis. O no. Pero dejad de discutir si son galgos o podencos. La palabra importa poco y las campanas en este caso doblan por nosotros. Pero es necesario que entendamos que hay un problema muy profundo, que va a producir una degradación en los procesos comunicativos y desestabilización social. Somos votantes del Brexit cada vez que tratamos de esquivar el debate y el sentido práctico en favor de lo que opinamos, de lo visceral, o cuando escuchamos más a quien grita que a quien explica.
El sábado estuve en la manifestación en el centro de Londres “por Europa”. Podría decir que ahí estaba la mejor Gran Bretaña. Ciertamente había gente con argumentos (aunque quizá para un problema como el actual hubo poca gente) y sensibilidad. Pero en realidad era un poco en esencia (aunque de signo distinto) como las manifestaciones independentistas en Cataluña: expresión de un deseo más allá de la política. Se quiere algo, pero no se están activando mecanismos para lograrlo. Y está bien tener buena voluntad de lo que sea, pero también hay que pensar de qué sirve manifestarse si no se hace uso de herramientas políticas: lo que se desea ha de ser plausible, y se debe proponer una manera para conseguirlo. Sin la presencia visible del partido laborista (que apoyó la invocación del artículo 50 en el parlamento) o los conservadores, el único partido importante allí eran los Liberales. Que no cuentan nada. La manifestación fue un poco Kumbayá, y mejor eso que nada. Pero es que fue casi nada. No había ira. Y sobre todo no era algo a lo que se vaya a escuchar. No es noticia que el país está polarizado y que, como en Cataluña, la mitad quiere una cosa y la otra mitad quiere otra. Es una división que habla más de visceralidad que de raciocinio.
El problema concreto aquí ahora es que han pasado ocho meses y seguimos sin saber exactamente cuáles van a ser las consecuencias concretas del Brexit. Pero hay algo que me preocupa personalmente, incluso más que el hecho de que no haya un plan concreto, que los extranjeros que vivimos en el Reino Unido no sepamos a qué atenernos. Y es que, en estos ocho meses, seguimos sin saber a quién beneficia todo esto. El ejecutivo que lo está impulsando son una pandilla de incompetentes de unas dimensiones que hacen que nuestros brexiters nacionales, el gobierno catalán actual, parezca cauteloso y reflexivo. No son gente que tenga una teoría o un plan, que quiera o deje de querer. No han intentado explicar nada. Los hombres de negocios han dicho que a ellos tampoco les conviene. No conviene a las universidades, ni a la economía del país, ni a los hospitales. No compensa el dinero que se va a perder en ayudas comunitarias. La bajada de la libra puede compensar a unos, pero no a otros. No hay intelectuales de prestigio que defiendan el Brexit públicamente, aunque algunos se han encogido de hombros (reconozcamos que Europa no pasa por o de sus momentos más brillantes). No habrá más puestos de trabajo, al menos los que esperaban quienes votaron Brexit, no habrá mayor confianza en la economía británica, esto por no hablar de la extraña situación en la que se deja a los millones de ciudadanos británicos que viven en la Unión Europea. Escocia e Irlanda del Norte van a exigir la posibilidad de salida del Reino Unido. El argumento más contundente por el apurado resultado del referendum escocés de hace un par de años fue que si Escocia se independizaba saldría de Europa. La ironía es palmaria y no caerán en la misma trampa dos veces. Ante todo esto, Theresa May ha mostrado una actitud que, si hay que calificarla de algún modo, es de indiferencia total. Pero es que siguiendo la lógica de lo anterior, tampoco beneficiará su carrera política: si sólo algunos de los miedos sr hacen realidad, será la primera ministra que sin argumentos y sin tener que hacerlo abocó al país a una situación estúpida. Habría sido fácil evitarlo y no se hizo. Es verdad que si la cosa sale medianamente bien volverán a votarla, pero en ese caso es que sabe algo que nosotros no sabemos, y lo más preocupante, que es a lo que iba, es que no nos lo cuenta. ¿Qué sabe ella que no le interesa contar? No puede ser bueno, ¿no? Si lo que sabe fuera bueno, lo contaría.
Las teorías paranoicas tienen la ventaja de que al menos arrojan luz sobre las cosas. La luz puede hacernos ver las cosas como no son, pero al menos vemos. Ninguna luz muestra el mundo “como es”, es simplemente condición de que pueda verse. Y si no encontramos al beneficiario del Brexit entre la opción de que se trata todo de un monumental absurdo y la idea de que hay intereses concretos, que hay un plan, que alguien sabe a dónde vamos y que evidentemente no se haría si ello entrañase una catástrofe para el país es lo único que me viene a la cabeza. Si hay una mano oculta, un plan Matrix, los errores garrafales resultan tranquilizadoramente lógicos. Cameron se hacía el tonto, se eligió a May porque tenía la coraza para avanzar sin justificaciones, el partido laborista dio un paso atrás porque estaba en el ajo, etc. Que estemos dispuestos a creer que hay intereses que operan más allá de la democracia y que los hechos siguen una agenda parece el argumento de películas como The Parallax View. Y resulta inquietante que resulte tan tranquilizador: al fin y al cabo, una de las consecuencias de este razonamiento es que esa mano negra hará que, de alguna manera y contra todo pronóstico, las cosas seguirán más o menos como están para la mayoría de nosotros. Después de todo, Londres daba gloria verlo la soleada tarde del sábado con gente sonriendo paseando plácidamente por el South Bank. Normalidad absoluta que no sugiere que estamos al borde del precipicio. O eso o que vamos a una dictadura represiva en la que nos convertiremos en esclavos o algo. Pero no es necesario melodramatizar, ¿no?.