Cine: críticas y reseñas, Culturas gais, Musicales

El musical se viste de hetero: otro post sobre el La La Gate.

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En su presentación de la ceremonia de los Tony del 2011, Sean Patrick Kelly nos recordaba que los musicales “ya no eran sólo para gays”. La La Land es una suerte de confirmación al estilo millenial de que la fiesta acabó y que un hombre de los de toda la vida puede por fin arrellanarse en su butaca mientras alguien baila en la pantalla sin sentir que su masculinidad ha quedado en entredicho. Y esto está, como tantas cosas que conducen a que más gente pueda disfrutar de más cosas, bien, claro que sí: dejad que los hombres se acerquen al musical. Aunque es verdad que como muchas cosas que significan progreso no produce, necesariamente, una mejora en la calidad artística. A veces parte de la gracia de algo es que incomoda y uno se pregunta si para conseguir que el hetero se sienta cómodo, el género no habrá tenido que limar sus uñas. Quizá el musical es mejor cuando tiene esas cosas que tanto sulfuran a ciertos espectadores. Igual la pluma es su valor más radical.

En realidad, no sería del todo acertado proponer que el musical de Broadway siempre fue inflexiblemente gay. Todos tuvimos a un tio que comunicaba su entusiasmo por Siete novias para siete hermanos sin que esto nos hiciera pensar que ahí había tomate. De hecho durante mucho tiempo no éramos conscientes de que hubiera correlación (quien esto escribe no descubrió que el musical era “gay” hasta que fue demasiado tarde). En sus inicios en los años veinte, el género nace como algo muy mainstream, y se mantiene así durante décadas. El teatro siempre había sido refugio para gente que no se sentía a gusto en los esquemas estandarizadores del heterosexistmo, y los musicales no eran una excepción. Pero algo empieza a suceder en los cincuenta y a medida que el tipo de entretenimiento que epitomiza el musical va pasando de moda frente al rock nos encontramos que un género artístico cada vez más marginalizado empieza a conectar con imaginarios también marginalizados. Cuando el rock es lo ortodoxo entre los jóvenes, lo de los musicales se va convirtiendo en una especie de secreto vergonzante. Si el musical siempre había sido un género más afeminado que otros (como las películas de acción o los westerns, por ejemplo) lo cierto es que desde finales de la década, empieza a parecer que la inspiración de las mujeres protagonistas se hace en clave drag y que las fantasías que sustentan el género, como bien explica D. A Miller en su ensayo Place For Us, se alejan del heterosexismo, hasta el punto en que resultan casi antagónicas a éste. Desde entonces la asociación entre la subcultura gay y el musical de Broadway (y en realidad mucho de lo que se sabe o se ha escrito es sobre el entorno anglosajón) se percibió como consistente, causando así recelos entre el público masculino hetero. Por qué un hombre seguro de su heterosexualidad tiene que sentirse amenazado por una mujer vestida de plumas en escena es un debate interesante que dejamos para otro momento.

Como todas las mitologías culturales, la asociación entre musicales y gais tiene algo de hecho consumado arbitrario, uno no se pregunta por los motivos. En primer lugar, la conexión entre gays y musicales no fue simplemente por su estética o elementos intrínsecos, sino también por cierto “efecto llamada”: si a tus amigos gais les gusta Into the Woods y tú sales sobre todo con amigos gays, lo más probable es que intentes verle la gracia al show. Una subcultura tiende a crear gustos compartidos. Si la subcultura se debilita o se hace menos necesaria (como ha sucedido) los gustos pierden especificidad. Y en segundo lugar siempre hubo muchas excepciones: si ser consciente de que el musical hablaba a los gays hacía que más gays se buscasen en el musical, no ser consciente significaba que uno no experimentaba demasiada ansiedad. Evidentemente cuanto más explícita se hace la conexión, especialmente en los setenta, mayor es la ansiedad que el musical produce. Pero sí, en líneas generales la percepción existía y de hecho el efecto llamada funcionó: si entre los artífices de musiales hasta los años cuarenta casi todos eran heterosexuales, a partir de los cincuenta la presencia de homosexuales se hace innegable (Bernstein, Robbins, Kert, Bennett, Sondheim, Laurents, Herman, McNally, Kander, Ebb, etc).

Hoy en día los límites entre homo y hetero se han hecho más difusos, cuando existen barreras son de cristal. Y era inevitable que el musical, si quiere sobrevivir en un mundo masinstream (el cine comercial) deje de lado las espcificidades de la cultura gay del pasado. Ya no es necesaria la mirada camp, el guiño irónico, la big lady o el exceso emocional, no son necesarios los bailarines dinámicos o el hombre como objeto homoerótico o incluso canciones que nos hagan pensar un poco o incluso, como sugería el historiador y crítico Richard Dyer, que satisfagan nuestra sed por la utopía. O al menos no esa utopía. La utopía ahora no tiene plumas, porque tiene que poder contener a todos, incluso aquellos que odian la pluma. Moulin Rouge es taaaaan 2001, pero al menos reconocía la presencia gay en el musical, pero en el nuevo milenio lo normal es que los musicales los hagan gente como Tim Burton. O Damian Chazelle. Esto, al parecer, tranquiliza a las masas nerviosas.

Dicen que Chazelle un día fue a ver Top Hat, con Fred Astaire, y exclamó: “¡Aquí hay una mina de oro!”. Esto a mí me dejó boquiabierto: no fue la elegancia de Astaire, las canciones de Berlin, el art decó. No le puso alas en los pies. Simplemente le vio potencial como producto. Aquí se ve cierta actitud tan millenial de pensar que se está inventando la rueda, porque nadie se ha molestado antes por echar un vistazo al pasado. Esta anécdota es reveladora y sus ecos empapan cada fotograma de La La Land. En Chazelle no hay una identificación con el género, hay una instrumentalización, no parece pedir nada al musical más que taquilla. Chazelle no es un niño rarito, es un chaval enfático, tirao palante, con cierto gesto frío, es el perfecto artista del milenio. Y la instrumentalización se hace a fuerza de citas, no por medio de una conexión con los valores más profundos del género, los que durante años hablaron especialmente bien al público no hetero. Chazelle copia cosas que ha visto en un proceso de documentación, pero no entiende el alma del musical porque Chazelle nunca necesitó que le rescatara Mary Poppins, nunca quiso ir a Bali ‘Hai, jamás tuvo que currarse lo de “acabar el sombrero” como George o esperó que todo saliera de rosas como a Mama Rose. Y son estas cosas, y el modo en que forman parte de experiencias personales, lo que dan al musical su interés, su mirada radical. A su estirado protagonista parece que le hayan metido un mango de escoba por el culo y va por la vida con mueca de desagrado, como si aquello no fuera con él. Ryan Gosling en esta película es en cierto modo un alter ego de Chazelle: si no hay más remedio, haré lo que tenga que hacer, pero sin mariconadas. Es un papel que interpreta a la perfección.

Lo dicho, todo esto no es lo que hace de La La Land una película floja. La película es floja porque no se ha sabido envolver en un punto de vista todos los detalles derivativos y a pesar del número de referencias, la cita jamás parece sentida. Y  es floja, en último término, porque ha tomado los elementos más superficiales del musical sin entenderlos o tratar de hacer algo con ellos, es floja porque evita más cosas de las que abraza, porque teme, sin confesarlo, el poder radical que el musical podría tener sobre Ryan Gosling, por ejemplo. Los personajes hacen cosas que la gente hace en musicales, pero sin mucho motivo y sin que el mundo que habitan sea un mundo de musical. Se ha hablado de la estilización de La La Land, pero lo cierto es que La La Land es mucho menos estilizada que cualquier musical clásico o ya puestos que una película de Fellini. Y lo peor es que, dados los resultados, van a salirnos hipsters imitadores de Chazelle a ofrecer más de lo mismo. Y harán de La La Land lo mejor de su tipo. Vienen malos tiempos para el género.

 

 

 

 

 

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